jueves, 22 de agosto de 2013

21 días

Este año la vuelta de vacaciones me está costando un huevo.  Y me he pillado un cabreo absurdo, de esos en los que sabes que no tienes razón y que cuanto antes se te pase, mejor.  Pero, oye, no hay manera, no se me pasa. Un me pico y no respiro en toda regla, pero a los 34 años. Y acabo de descubrir por qué: por haberme ido 21 días.

Se supone que esa es la cifra de días que convierte algo en hábito. Es decir, si durante 21 días te levantas y te metes el dedo en un ojo, el día 22 ya no necesitarás pensar en metértelo, habrás creado un hábito. Un hábito realmente absurdo, pero te saldrá solo. No lo digo yo, lo dicen algunos psicólogos, lo de los 21 días y probablemente también tengan algo que decir acerca de meterte el dedo en el ojo.
Por eso estoy jodida, tendría que haber vuelto un día antes, con uno hubiera sido suficiente. Pero no, he creado un nuevo hábito para mi cuerpo y ahora necesito que se acostumbre justo a lo contrario.
Durante 21 días:
- He dormido más de 9 horas que viene siendo mi media ideal, y si me pongo tonta, 10.
- No me he despertado con el despertador, que mira que mi alarma es el ruido del mar, y gaviotas y tal, pero a quién pretenden engañar esas alarmas a las 7 de la mañana… Solo consigo que cuando oigo una gaviota, incluso en vacaciones, me descomponga un poco.
- He desayunado leyendo el periódico al aire libre durante una hora. Esto que empiezas por detrás, y luego la portada, y para adelante, y acabas leyendo hasta los deportes, que descubres cosas apasionantes como el curling, gente que se dedica al curling, vive del curling, y otro montón de gente fanática del curling. Y entonces te sientes una persona súper normal, con gustos súper normales, que siempre sienta bien.
- He bajado a darme un baño en la playa justo antes de tomar el vermut, o dos vermuts, incluso tres…
- He comido en un chiringuito pescado fresco viendo el mar, fresco de verdad, no el fresco de las bolsas congeladas.
- Me he vuelto a casa a echar una siesta, para nivelar si es que solo había dormido 9 horas…
- Me he dado un baño en la piscina para despertarme de la siesta, que al principio no apetece pero luego te deja un cuerpo como recién estrenado.
- He ido a la playa a estar un par de horas al sol leyendo.
- Justo después de ver la puesta de sol, he ido a cenar, todavía con la sal en la piel.
- He visto 21 puestas de sol que he tenido a bien publicar en mi Instagram para dar el máximo posible de envidia y desmostrar que soy una de esas miles de personas que con un filtro que lo queme todo y un paisaje imponente son capaces de sacar una foto mediocre. 
- He vuelto a casa, y mientras mis gatos exploraban el jardín, he leído y bebido un gin tonic hasta que me ha dado sueño.


Así 21 días con pequeñas variaciones. Con lo que cuando me levanté el día 22, a las simpáticas 6 y media de la mañana con el jodido ruido de las gaviotas para lanzarme a la M30 (lo más parecido a mi propia imagen del infierno) iba un pelín desubicada, y con tanto sueño que a mi cuerpo serrano lo que se le antojaba era un Gin Tonic.  Tal cual, un puñetero hábito. 

Me contuve en el bar en el que desayuno siempre y me conformé con café, por no llegar al curro apestando a alcohol, porque un hábito cuesta 21 días conseguirlo, pero un mote inapropiado con un día vale, que se lo pregunten si no a “Provechito” que tuvo la mala suerte de eructar en el momento equivocado en catequesis.

El caso es que me he puesto a hacer un ejercicio mental, para ver si consigo controlar este cabreo que me hace ir tocando el claxon y dando las largas en la M30 como si más que luz llevara un rayo láser exterminador (idea que molaría, para qué negarlo).  Mi ejercicio mental tampoco es que sea un dechado de autoconocimiento, paciencia, estoicismo y resiliencia… Me gustaría mucho, incluso estaría bien saber qué significa exactamente resiliencia, que ahora todo el mundo lo dice, y está claro que yo también soy todo el mundo. A lo que voy, mi gran ejercicio mental  es encontrarle las pequeñas ventajas a mi vida normal, bueno, y echar lotería a nivel ludópata, que es mi plan B, por si lo otro no me cura el cabreo.
Así que aquí van las mini ventajas de mi vida normal:
- El wifi: es un pelín triste, pero oye, el 3G es un infierno. Engancharme al wifi es como tener barra libre de todas las sandeces de internet, y eso anima un poco.
- Estar en tu propio baño: esto es la leche.  Con su presión en la ducha, tu gel donde lo dejas siempre, la comodidad de que tus toallas estén secas sin la humedad que siempre hay en los sitios de playa, todos esos botes de cremas, colonias, etc…
- Tu cama, bueno la mía, en ningún sitio se duerme como en cama propia, aunque el mar no te espere fuera.
- La pasta de dientes: esto es culpa mía, porque la que me gusta solo tiene un tamaño XXL así que nunca la llevo de viaje. Y me paso con una de esas súper súper frescas, tanto que te despejan la nariz, ahora que sientes como si se te hubiera pegado la lengua a un trozo de hielo.
- Estrenar tu propia ropa o al menos eso me pasa a mí. Como me llevo cuatro cosas, cuando vuelvo y me pongo  el vestido que hace 21 días que no llevo, siento como si estrenara mi propia ropa. Esto igual es raro.
- El agua del grifo fresca, a morro, sin botellas, ni neveras. Esto debería ser un derecho universal.
- La presión de la ducha: ya lo he dicho pero es que la leche. ¿Sabéis lo que es sacar la arena de mi pelo con esos chorros a cuenta gotas?
- Tener mis libros a mano, poder elegir exactamente lo que quiero leer, y no entre solo los 8 que he decidido llevarme.
- Hablar con mi madre desde el fijo: si ya es complicado comunicarnos por el fijo, lo del móvil ya es la locura: que si no lo he oído, que si no tenía cobertura, que ahora no tienes tú, que qué es ese ruido, no será el mar, que son las 4 de la tarde y no habrás hecho la digestión, un follón.
- Y, por último, hoy es día 22 trabajando. Esto está hecho.

Voy a ver si me ha tocado la loto.

@mama_drama