viernes, 8 de septiembre de 2017

A cualquiera le dejan escribir un libro

Gato Gordo orgulloso
Dicen que para hablar hay que saber. ¿Qué cosas tiene la gente? Yo no sabía nada de ser madre, y resulta que escribí un libro para madres, no sabía cocinar y publiqué un libro de recetas, no sé nada de niños y acabo de escribir un cuento ilustrado infantil. Bueno, saber, sé lo justo. He sido hija, he sido niña y como comida todos los días, que básicamente es el nivel de experiencia de cualquier persona nacida en el mundo (si ha tenido un poco de suerte en la vida). Me imagino que esto me coloca en la media por abajo en cuanto a experiencia en madres, cocina y niños. Equilibro esas carencias con otras virtudes como un don desmesurado para la exageración, buena memoria, cierta propensión a los accidentes que me ha fortalecido en muchos sentidos, la capacidad de reírme de casi todo y una alimentación basada en el picoteo y el servicio a domicilio.

Cuando Mía y Lluis Cassany me dijeron que me sumara a su pequeño gran proyecto en la editorial Mosquito, creéis que pensé ¿qué tengo que enseñarle a un niño? Pues claro que no. ¿Creéis que valoré que no tengo ni idea de escribir cuentos infantiles? Ni un segundo. ¿Se me pasó por la cabeza que trato a los niños como si fueran señores mayores? ¿Por quién me tomáis? Llevo desde 2010 contando todo tipo chorradas, ¿me iba a parar ahora? Y menos mal que en Mosquito son gente seria y no me pidieron dibujarlo a mí, porque ya os he contado alguna vez que se me daban tal mal las manualidades que suspendía incluso cuando me hacía los trabajos mi padre, otro don, éste parece que heredado genéticamente.

La dura vida del co-protagonista


Yo me senté y me dije: ¿qué cosas te gustaban de pequeña? Pues los gatos y los apocalipsis. ¿Y qué cosas no te gustaban? Las vainas, pero esta temática la tengo sobre explotada, no quiero encasillarme como 'hater' del mundo vaina porque te quedas ahí, odiando verduras, y no sales. Otra cosa que me sacaba de mis casillas de pequeña era que mis padres me cantaran una canción de Antonio Machín cuya letra era:
“Mira que eres linda
Que preciosa eres,
Verdad que en mi vida
No he visto muñeca
Más linda que tú;”

Me ponía enferma, me daba una rabia horrorosa, como si me dijeran el peor de los insultos. Y ellos cada vez que me ponía pesada, llorona, o lo que fuera que hacía yo para protestar por la sobre alimentación de vainas, y otras pequeñas torturas familiares, me la cantaban en plan Pimpinela. Yo gritaba cual niña poseída: “Que no me llames LINDA, no soy linda para nada. Ni un poquico de linda soy”, como si me estuvieran diciendo la mayor ofensa del mundo.

Y ellos seguían con coreografía y todo:
“Con esos ojazos (Y se tocaban los ojos con, quizás, un exceso de dramatización)
Que parecen soles, (Y apuntaban al sol, que como somos navarros te tenías que imaginar que detrás de aquellas nubes estaba el sol, claro)
Con esa mirada (Me señalaban a mí para hacerme aún más protagonista de aquel calvario)
Siempre enamorada (No hacían nada, porque somos navarros, y hacer corazones con las manos va contra nuestros principios y nos quita puntos de foralidad, y si te quitan muchos, te echan de Navarra)
Con que miras tú”. ( Y se hacía coros en plan: turuturutu...)

“Mis ojos son negros como un pozo y no estoy enamorada ni pienso estarlo nunca”, gritaba al borde del colapso con el olor a vaina subiendo del plato, lo que clarísimamente no ayudaba. 

¡Ay! Pero los padres saben cómo sitiarte siempre, esto es parte de mi experiencia básica como hija. Ellos seguían perseverantes y desafinados:
“Porque eres divina
Tan linda y primorosa,
Que solo una rosa
Caída del cielo
Fuera como tú”. (turuturutu)

Claro, que al final me comía las jodidas vainas solo para que se callaran y a Machín le tengo una manía que no te quiero contar.

Pero gracias a aquello aquí esta “Rita Bonita, gato gordo y fin del mundo”. Un niña que odia que le llamen bonita, con un gato gordo que va su bola y con cierta afición por el apocalipsis.

Gato Gordo valorando si el libro es comestible.


Para equilibrar este inicio que parecía tener poco empaque, Mía me propuso una increíble ilustradora, María Hesse, que seguro que conocéis y que a mí me encantaba por un librito de Frida Kalho (mi disfraz favorito) que había publicado y a la que le chiflan los gatos.

Yo no sé de niños, de madres, ni de cocinar. No sé si este libro les gustará a esos niños, o a esas madres, pero solo por tener un cuento así, con mi gato Carlitos en el papel de Gato Gordo dibujado por María, ha merecido la pena de sobra. Eso sí, espero que la historia me haya quedado algo mejor que el arroz con tomate que sigo sin saber preparar, a pesar de haber escrito yo un libro enterico de recetas. 

Gato Gordo soñando con la adaptación al cine.

Sale hoy 8 de septiembre a la venta aunque ya se pueden encargar en Amazon y en la propia editorial Mosquito Books y poco a poco llegarán a las librerías. Hay una versión en catalán lo que me ha venido muy bien porque dentro de un mes puedo convertirme en escritora internacional de niños. ¿Veis? Otra vez hablando sin saber. El siguiente libro intentaré que no sea sobre física cuántica. Prometido.

Y ya sabéis, si alguien os dice que algo es verdad porque lo ha leído en un libro, tened cuidadito, que podría haberlo escrito yo...

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Se pueden comprar aquí: Mosquito Books y en Amazon

lunes, 21 de agosto de 2017

Un post al año no hace daño

Podríamos empezar con que no escribo nunca, con que soy una vaga, con que tengo mucho trabajo, con que cuando no estoy currando, no quiero escribir, con que para ver mil vídeos tontos ya tengo tiempo, con que más vale cerrar un blog de un post al año, podríamos empezar con que desde que le puse nombre y apellido al blog todo es demasiado pudoroso, con que los blogs han muerto y ahora debería estar publicando una foto en Instagram, con que cuanto más leo menos escribo y estoy leyendo a dos manos, pero no, no vamos a empezar. Allá vamos.

Este post es petición de mi madre. Por supuesto que ella NO lo va a supervisar y yo voy a exagerar todo lo que haga falta para que alcance nuestras cotas naturales de drama.

Mi madre está indignada con el señor que le ha puesto los toldos y piensa que ni la OCU ni una hoja de reclamaciones pueden calar en la sociedad tanto como la prosa de su segunda hija favorita (mamá: guiño, guiño).

El argumento de la historia es sencillo. En mi familia no necesitamos complicados giros del destino y mucho personaje para tocar el drama con las manos. Básicamente tenemos dos personajes principales: mi madre y el señor que pone toldos. Y tres secundarios: el pinche del señor del toldo, mi hermana y yo, mero público receptor de múltiples llamadas indignadas, varios “esto yo ya lo sabía” y algún “te lo dije, a mí me van a tomar el pelo”.

Antes de seguir voy a dejar claro el final: mi madre tiene razón. Lo digo un poco porque la tiene y otro poco por si os liais y sentís la más mínima empatía por alguno de los personajes secundarios como el pinche del señor del toldo, la hija preferida o yo, la segunda hija preferida (guiño, guiño) y os descentráis de lo importante: que mi madre tiene razón y señor del toldo es el mal.




Escenario: Benidorm. Agosto. 2017.

Hace 3 años pusimos el toldo con esa misma empresa pero fallaron dos cosas el señor y yo. Mi madre no podía ir el día de la instalación así que me tocó a mí supervisar la jugada. Vamos a dejar a un lado mi responsabilidad en esta historia sobre todo porque yo de toldos no tengo ni idea así que poco podía saber si lo ponía bien o mal. Abrí la puerta, le saludé, vi que había colocado un toldo que bajaba y le pagué. Por supuesto, lo puso mal. De cuatro tornillos, dos se quedaron fuera y en estos 3 años, los otros dos se habían salido un poco más de la fachada. Diagnóstico de mi madre (experta en toldos al contrario que yo): "Cualquier día se cae, y tenemos un disgusto. Hay que llamarles y que esta vez lo pongan bien".

Después de un endiablado juego en el que el señor del toldo marea a mi madre con citas a las que no aparece, mañanas perdidas sin bajar a la playa y ni una triste sombra en el apartamento, con sus llamadas de queja a ambas hijas (preferidas y menos preferidas), el tipo le propone a mi madre hacer una chapuza para solucionarlo y le culpa (¡a mi madre!) de haberse dejado el toldo bajado algún día de viento lo que ha provocado que se salgan los tornillos. El señor del toldo casi muere.

Después de dejar claro que la rotura es por su incompetencia (doy fe), de que mi madre jamás se ve sorprendida por un fenómeno meteorológico porque siempre está súper informada del clima (doy fe), y que siendo una drama mamá siempre va un paso por delante de cualquier cosa mala y desgracia que pudiera o pudiese pasar (doy mucha fe), el señor accedió en mandar a alguien en unos días con un presupuesto de reparación de 70 euros para poner dos tornillos y asegurar los otros dos.

Otra vez comienza el juego de "voy no voy", que estoy segura de que el pinche nunca jamás volverá a jugar con otra clienta. Viene el pinche. Bronca acerca de lo impresentables que son con las horas, las citas, y los toldos. El muchacho coloca los dos tornillos bajo la supervisión de mi madre (experta en tornillos). Y le dice:
- Como habíais quedado, son 70 euros señora.
- Perfecto, dame la factura.
- No, son sin factura.
- Bueno, pues a mí me haces factura.
- Pero, a ver, señora que entonces es más caro.
- No pasa nada, me cobras el IVA y así, si se salen los dichosos tornillos, yo tengo una garantía de esto que me habéis hecho. Además mi yerno es inspector de Hacienda (guiño, guiño) y nos tiene muy bien enseñadas de cómo tenemos que hacer esto porque los impuestos son para todos. También para ti para esa carretera por la que has venido, el colegio de tu hijo o para curarte ese catarro que te cogiste por abrigarte mal- el spam maternal no puede faltar nunca.
- Bueno, entonces tendrá que venir el jefe porque yo no sé hacer facturas- dice el muchacho que no sabe por qué se ha puesto recto y se ha retirado un poco el pelo de la cara pero todos nosotros sí lo sabemos.
- Ea, pues que venga.

Aquí tenemos nuestro momento de gloria los personajes secundarios y Teléfonica, que por mucho que se cambie el nombre, en mi casa sigue siendo Telefónica.

Madre: "Te puedes creer, sin factura, ni nada. Unos impresentables. Y porque me he puesto pesada que si no me hacen una chapuza. Están sobrados de trabajo eso es lo que pasa. Está Benidorm todo lleno de toldos, ni cuidan al cliente, ni nada. Una ventana, un toldo y no creo que haya uno bien puesto. Total, la gente se va y le echan la culpa al clima, a la sal y al uso. Y bueno por no hablar de conseguir una factura. Me ha dicho que tiene que venir el jefe a cobrar. Que venga, que venga, que me va a oír".

Hermana: "Sabía que la iba a liar". (Ya no es tan hija preferida ¿eh mamá?)

Madre: "Dos días y no han venido. Y luego dirán que vienen a una hora, y me tienen aquí toda la mañana y no aparecen, ni dicen nada, que se creen que tengo todo el día para tirar. Unos impresentables. Ahora que ya me puede decir misa, yo quiero una factura decente y una garantía. Y si no, pues no pago".

Al tercer día, el pinche llegó con una factura de 120 euros. REPITO: 120 euros. El IVA de toldos de Benidorm es de algo más de un 58%. De los 70 euros iniciales a 120, y mi madre al punto del colapso por cabreo (retomemos esa conclusión a la que ya habíamos llegado: mi madre tiene toda la razón):
- ¿Pero qué locura es esta? ¡Pero si me dijisteis 70 euros!
- Usted quería factura. Yclaro...
- ¿Pero de qué está hecho el papel en Benidorm? ¿de pan de oro? Es casi el doble de dinero, ¿qué tipo de impresentables sois? ¿Factura? Pero si esto es un papelajo sin valor ninguno que llamo ahora mi yerno (guiño, guiño) y os mete un puro que no te lo crees.
- Si quiere, hable con el jefe, que yo de esto no sé.
- Claro que voy a hablar, porque además, ¿cuánto tiene esto de garantía? Aquí no lo pone.
- ¿Garantía?
- Sí muchacho, de las obras, como de los objetos uno se tiene que hacer responsable del trabajo bien hecho. Lo quiero por escrito y firmado. Y si no, a mi yerno. ¿Ves esa carretera de ahí? Pues la he pagado yo. Está claro que tú jefe no.  Y tú tampoco.
- Señora, a mí que me cuenta, que yo soy un empleado.

Aquí entra mi personaje como oyente y futura adalid de causas perdidas:
"Y nada, he pagado los 120 euros después de hablar con su jefe y decirme que tenemos 3 años de garantía. Bueno, y unas cuantas cosas más que le he dicho a ese mangarrán como que si fuera por él iríamos por caminos en vez de por carreteras. Y al pinche le he obligado a firmar el papelajo ese que llaman factura pero no me ha puesto el DNI.  Entonces me ha dado cuenta de que no tiene validez ninguna (mi madre experta en facturas). He salido corriendo detrás de él, pero claro, me he tenido que poner los zapatos buenos porque a ver si me voy a caer que aquí hay mucha humedad y todo resbala, y he comprobado los fuegos y los grifos para no dejarme nada abierto con las prisas, que en cualquier momento se te arma un lío, y claro, cuando he llegado a la calle no se le veía por ningún lado. He gritado un poco: ¡que falta el DNIiiiiiii! Pero no ha dado la cara. Se ha debido camuflar entre la gente que está Benidorm a tope. Y así va el país, lleno de mangarranes, de impresentables que no hacen bien su trabajo y encima son una carga para todos. Y también los que como no es cosa suya, lo dejan pasar. Un post tendrías que escribir, o algo, que se sepa cómo funcionan las cosas. Tú escríbelo, que se sepa. Bueno, nena, pues no te lo creerás pero al final he echado el día con esto".

Mirad, yo de toldos, tornillos o facturas no sé, pero que mi madre no se ha dejado bajado el toldo un día de viento por despiste, lo tengo cristalino.


Todo esto pasó la semana pasada. Yo estaba de vacaciones, y mira, no iba a escribir el post porque no tenía mucho sentido llevando el blog parado un año, y yo tan vaga, y tan ocupada y todo con lo que no vamos a empezar, pero chica, ayer a las 19.26 mi madre me mandó un whatsapp.
Éste en concreto:



Y, claro, yo con mi madre puedo quedar mal, pero que ella rompa una promesa con Angelita porque yo no cumpla con mi palabra, eso sí que no, tenga claro yo quién es Angelita o no. Aunque después de este post me juego lo que quieras a que recibo una extensa llamada en la que, a parte de algunas quejas por culpa de mi imprecisión en el relato, recibiré una detallada explicación sobre Angelita, qué le une con mi madre, su lugar de residencia, su marido, sus hobbies, y toda su genealogía. Lo mismo me da para un post (guiño, guiño).

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lunes, 22 de agosto de 2016

Yo he sido muy feliz en Benidorm

(Esto no es un post, son unos cinco juntos. Escribo tan poco que me he desbordado.)


A mí, Benidorm me pone triste, y en agosto, más.

No es por el mogollón, ni por la decimoquinta fila (gracias @PalomaAbad) de sombrillas que pillé a día 4 de agosto en la Playa de Poniente. Ni por el pollo reseco que comí, con mucha tardanza y a un precio excesivo, servido por dos camareros que hasta mis primas pequeñas jugando a las cocinitas me sirven con bastante más garbo y jugo un trozo de barro y un café imaginario. Tampoco es por la ingente cantidad de ingleses rosados y tatuados que se mueven en motos estilo obeso mórbido estadounidense. Ni siquiera por ese mar que a hora punta se parece a una piscina china luchando por el record de llenado, y que mece turistas con bañadores, biquinis y triquinis neón en olas de gente con olor a coco.

No es nada de eso lo que me pone triste, no. Yo he sido tan feliz en Benidorm que lloro sólo de pasearme por su jolgorio de riñoneras, chanclas con cuña y menús plastificados algo pegajosos en los que comparten página un banana split, un english breakfast y un mojito. A mí, el puñetero olor a gofre de Manneken Pis y la humedad de la "calle del coño" me hacen llorar de nostalgia. Bueno, y me da un poco de hambre, eso también: nostalgia, hambre, gula y calor. Y un poquito de agorafobia porque esa calle está a reventar siempre, hace 30 años y ahora.

Yo (que os parezco tan sofisticada a estas alturas, lo sé) pasé todos los veranos de mi infancia en Benidorm. Mis abuelos vivían allí en invierno y migraban cual palomas al Norte de mayo a septiembre. Así que los agostos eran nuestros en el apartamento de un decimosegundo piso (gracias Paloma de nuevo) con vistas muy muy laterales al mar. Pero a una niña de Pamplona en los años 80, Benidorm le parecía lo más, y no digo lo puñetero más porque me lee mi madre.

Aquella ciudad abarrotada, caliente, compacta, estirada, húmeda, fosforita, ruidosa y dulzona era mi propia versión del paraíso. Yo que venía de una ciudad pequeña, verde, fría, plana y cerrada no tenía tiempo para disfrutar de todas aquellas maravillas y posibilidades que se me ofrecían entre Levante y Poniente, las dos playas que construyen Benidorm, la ciudad de la borrachera y la familiar.



Las tres primeras maravillas a disfrutar eran: las literas, moqueta y una pared de cristal, tres cosas que tenía el apartamento y que en Pamplona eran de lo más exótico. Daban igual los 45 grados que se alcanzaban en aquel cuarto, que tenía las dimensiones de un camarote de barco, y en el que dormíamos con un abanico debajo de la almohada para los golpes de calor. ¡Qué importaba! Repito: ¡literas! Ahora os parecen una cosa súper normal porque el Ikea ha puesto una en cada casa pero cuando yo era pequeña las literas eran lo más parecido a dormir en un columpio con aquella triple funcionalidad de ser cama, columpio, y trampolín lanza hermanas. Eso sí, en Benidorm había que tener cuidadito al lanzar hermanas porque mis pies pegaban contra la pared de cristal que ocupaba todo el frontal del apartamento a una altura de 12 pisos. Que nosotros pensábamos ingenuos: “Lo bueno de esta altura es que nadie nos va a quitar las vistas”.  Ajá.

En sí misma, aquella desmesurada altura de todo era algo lúdico para mí. Dormir en columpios en vez de en camas, vivir en atracciones tipo ‘La Nube’ en vez de en casas y comer helado, como si en Benidorm la vida no fuera muy en serio. Y no lo era.

Para todo había que coger un ascensor, cuando no eran dos como en el apartamento de mis tías. Nosotros en el 12, los Aguirre en el 10 y con cristaleras de lado a lado y mis tías contra el mar en el 16 con otras 5 plantas más por debajo hasta llegar a la recepción. Entre 15 y 30 apartamentos por planta y ¡moqueta! en los pasillos de un edificio de playa, sí, con arena. Un genio el arquitecto de todo aquello.

Había un mínimo de cinco ascensores por edificio: dos para los pisos pares, dos para los impares y el ascensor que paraba en todos. ¡Y con memoria! Aquello era como yo me imaginaba exactamente el año 2000. No había cosa que más gracia me hiciera que coger uno de los impares y discutir con mi hermana si era mejor parar en el 11 y subir un  piso andando, o parar en el 13 y bajar uno. Con menos tensión se ha llegado a guerras civiles. A esas broncas se sumaban otras tres: coger esquina del ascensor. Sólo las dos del fondo contaban como esquina, las del espejo, que cuando venían mis primos o amigos había autenticas batallas de pellizcos y pisotones para conquistar esas dos esquinas contra el espejo. ¿Por qué? Ni la más remota idea, claro, pero nos dejábamos la piel en aquella pelea y también por ser el dedo que pulsaba el botón. ¡Nos corroía el poder! El tercer gran enfrentamiento era por ducharse en segundo lugar. Mi madre tenía prioridad porque nos hacía la comida y había que esperar de pie hasta que te tocara el turno porque llegábamos mojados y llenos de arena de la playa así que estaba prohibido poner el culo en ninguna superficie. He visto a primos míos de 10 años aducir ciática para ser los segundos en pasar.

Además de los cinco ascensores, las literas, una cristalera del suelo al techo de color naranja donde apoyar la cabeza para ver a la gente como hormigas, una piscina con cinco trampolines y la moqueta, aquella maravilla de apartamento tenía un ingenio único. ¡Algo insuperable! Las basuras se tiraban desde una puertecita que había en cada planta y caían gracias a la fuerza de la gravedad hasta un enorme contenedor que había en la calle. Como lo oís: teníamos un cuartito de las basuras por planta. Y pensaréis, con algo de razón según todas las madres de aquellos edificios: “Pues menuda guarrada debe ser lanzar una bolsa desde un piso 14, por ejemplo, y que vaya rebotando por las paredes de aquel túnel vertical mientras se rompía”. Eso es que no teníais 10 años y os parecía la leche 1) no tener que bajar las bolsas a la calle, 2) exactamente eso, que se rompiera. Ganaba quien conseguía que rebotara más veces. “Más explosión, más diversión” era nuestro lema, era claramente un lema secreto porque como mi madre descubriera nuestro modelo de lanzamiento te digo yo lo que nos iba a durar la diversión.

Aquella maravilla de sistema se cerró bastante rápido junto a las alturas tercera, cuarta y quinta del trampolín de la piscina. Lo de las basuras no fue cosa mía, pero puede que en lo otro si tuviera alguna influencia. Sufrí un corte de digestión después de una tripada infame al tirarme de cabeza del tercero aupada por mis primas mayores que decían en bajito: “Si te tiras tú, luego vamos nosotras”. Liantas... Yo salí ‘rojica’ como una gamba de la leche que me di y las cobardes de ellas bajaron por la escalera. A mi histórica tripada de la que se sigue hablando en mi familia como ejemplo de lo que NO hay que hacer nunca en una piscina ni en la vida en general, se sumó la perfecta habilidad de un niño muy muy gordo al que llamaban Piraña (siendo benevolentes porque aquello eran como tres Pirañas juntos) de tirarse de bomba encima de bañistas varios. El 'jodío' intentaba hacer diana y a veces hacía, no era el niño más ágil que yo haya visto, siendo benevolente de nuevo, pero tenía una puntería corporal de aúpa. Así que los vecinos acordaron clausurar las tres últimas alturas.

El lobby de propietarios era fuerte porque muchas familias se conocían desde hace años. Algún promotor inmobiliario tuvo como objetivo de venta un valle navarro a los pies de Urbasa y en esos edificios estábamos un montón de familias de mi pueblo. Aquellos pasillos enmoquetados olían a vainas ¡en agosto! Era como ir por mi pueblo pero todos metidos en el mismo edificio con moqueta y con sol, que eso en mi pueblo no saben lo qué es, el sol quiero decir. Así que en aquella playa andábamos con los Aguirre, los Etxarri, los nietos de la Edu, los Aldad… Y nosotros que éramos los del mayor de Ascunce.

Todos juntos íbamos al Aqualand, que en Disneylandia no tienen ni idea pero hace 30 años aquello sí era el sitio más feliz de la tierra: la piscina con olas, el kamikaze, tirolinas, el río bravo con corriente, los rápidos, el zigzag, las pistas blandas… Tú mete a un niño de pueblo ahí, uno que sepa nadar claro, y no lo ves en días.  Menos a mi hermana que era feliz en la piscina con bolas. Ahí la encontrabas siempre. Comparad los nombres: piscina de bolas, KA-MI-KA-ZE. Sigo sin entenderlo. Es raro pero era exactamente la posibilidad de estar a puntico de morir lo que me volvía loca. Cuanto más alto mejor, más rápido, más extremo, mejor. Me ponía de puntillas para llegar a las alturas mínimas para saltar de todo. Y para comer al medio día, había un menú infantil que venía en una caja de cartón con forma de casa, nos dejaban pedir refresco en vez de agua y traía un helado. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? ¡Qué!

Tobogán Kamikaze


El segundo sitio más feliz de la tierra en los 80 para mí era el Festilandia en la avenida del Mediterráneo. En Pamplona, las barracas sólo iban por San Fermín, eso eran 9 días al año, así que un lugar que tenía una noria y autos de choque todos los días me parecía un paraíso de diversión sin cortapisas temporales. Yo pensaba: "Si viviera en Benidorm, los martes al salir de clase en vez de ir a clase de bailes regionales a aprender a bailar la porrusalda vendría aquí a montarme en el saltamontes". Que yo muy lista no era porque mis padres nos dejaban montarnos dos días, dos viajes en todas las vacaciones… Ahí, derrochando.

Otra cosa que me encantaba del Festilandia era el tirapichón pero porque mi madre era muy buena disparando palillos. Yo me sentía súper orgullosa. Aunque su puntería fuera en mi contra en el lanzamiento de zapatilla, en el tirapichón mi madre era la reina. Yo la veía y ponía cara de: “Déjenla pasar, es una súper tiradora, si en vez de disparar al palillo quisiera daros a vosotros, menos risitas y codazos os ibais a dar mequetrefes”. Y luego me llevaba mi llavero de bola de billar, un peluche o lo que fuera que consiguiera como si lo hubiéramos robado a punta de pistola, con mucho orgullo.

El tercer sitio más feliz era un centro de recreativos. Había todo tipo de cochecitos con música para montarte de esos que les echabas 25 pesetas y se movían, caballitos, maquinitas, pinball, billares, futbolines, una minibolera y una cosa que a mí me parecía la repera y ya sabéis porqué no digo la puñetera repera. Había una especie de fotomatón con forma de diligencia del oeste americano que se movía al trote de caballos mientras te proyectaban en frente y a la espalda películas del Cinexin y te sacaba cuatro fotos de carnet que salían por un lateral de la máquina. Claro, que en esas fotos nunca salía yo porque, en realidad, a mis padres aquello les parecía carísimo y me decían que, total, yo nunca salía bien en las fotos. Así que esperaba fuera mirando como otros niños disfrutaban de lo que era los primeros pasos de la realidad aumentada y, mientras, pensaba que mi primer sueldo me lo iba a gastar enterito sentada allí dentro viendo sin parar las cuatro posibles películas que se proyectaban de las que solo veía los pies pero de las que todavía soy capaz de tararear las melodías.

Porque a pesar de todo lo que molaba Benidorm el sentido ahorrador de los padres de los 80 lo jodía bastante y reducía nuestras posibilidades de diversión. A pesar de la desbordante oferta,  nosotros nunca llegamos a tomarnos nunca una copa de helado XL con bengalas, sombrillita china y loro con plumas. Más o menos la norma era un polo de palo de 25 pesetas y no todos los días. Lo peor que te podía pasar era que el día que te dejaban comer casi cualquier helado sin tope de precio ni de pirotecnia, que eran dos o tres días en todo el mes, estuviéramos comiendo en algún restaurante que no tuviera ni Frigo ni Miko, nuestros preferidos. Yo recuerdo gritar como una loca en mitad del comedor: “Si son de la Avidesa no cuenta como día de helado”. O peor aún, cuando en el restaurante sólo tenían tarrinas de nata y fresa y aquellos limones y naranjas helados que yo gritaba: “¡Esto no cuenta como helado! ¡Esto es fruta! ¡Yo mañana quiero un frigodedo!”


Yo fui a EGB

Bueno, hubo una vez que vivimos como si fuéramos millonarias. Mis padres estaban tomando algo con una amiga de mis tías abuelas y su marido en una terraza. Mientras ellos charlaban, mi hermana y yo jugábamos con la carta a ordenar los tres primeros que nos comeríamos si nos dejaran barra libre de copas de helado. La duda estaba entre 'Odisea Tropical' o 'Malibu de caramelo' porque los dos primeros puestos eran sin discusión para 'Explosión de fresas' y 'Copa Benidorm Mil chocolates'. Le dimos tanta pena a aquella mujer que allí mismo nos dio el dinero para que nos compráramos uno. Bueno, los reyes magos unos aficionados a lado de aquello. Nos trajeron una copa a cada una que llegaron iluminadas por bengalas, y traían una sombrillita pinchada, un mini abanico de papel, un loro en acordeón y hasta una flor que parecía una flor de verdad pero se podía comer, ¡y sabía a oblea de misa! El mundo estaba del revés en Benidorm. El caso es que, por supuesto, ninguna pudimos siquiera comer la mitad de nuestra copa. Guardamos todos los complementos que no estuvieran pegajosos para tener pruebas de aquel milagro económico en la cuadrilla pero, eso sí, después de aquello, mis padres utilizaron el incidente para no concedernos nunca jamás un capricho bajo la premisa: "Acordaos de la copa helado de Benidorm, que os da el ansia y luego no podéis ni con la mitad, que nos conocemos". Aún y todo, mereció la pena e íbamos contando a los demás niños: "Y las bengalas caían sobre el helado y no se deshacían", mientras ellos nos miraban llenos de admiración.

El sentido ahorrador, que igual les venía a todos del valle de Urbasa, también hizo que nunca nos compraran un inflable, por ejemplo un tiburón, un cocodrilo, ni siquiera una colchoneta o un jodido churro de esos. Nada.

El mínimo de chavales que nos juntábamos era de ocho, cuando no venían primos o agregados varios incluso críos que se nos pegaban en la playa. Podíamos haber amortiguado cualquier juguete de playa con creces. Pues no. Bajábamos al garaje y rebuscábamos en un cajón donde los que hubieran pasado antes que nosotros por el apartamento dejaban los enseres de playa. Normalmente el inventario consistía en palas desparejadas, frisbis rotos, colchonetas pinchadas y cientos de pelotas de tenis que todavía no lo entiendo. Una vez encontramos una barca azul con cuerdas a los lados, algo casi profesional del ocio acuático, pero pinchada también. Entre los padres localizaron los pinchazos, les pusieron parches de las ruedas de la bici y nos lanzamos los ocho al mar como si aquello fuera un yate. 15 minutos duró inflada. Y aún mi padre me dijo:

- Alá, pues ahora jugad con los remos.

Aunque también quedaron confiscados después del segundo remazo en la cara de un bañista al jugar a una novedosa interpretación del tradicional juego de pala con los remos y una pelota de tenis que no gustó mucho entre los adultos.

Alguna extrañísima vez conseguimos una colchoneta de esas rojas por un lado y azul por el otro como de terciopelo cutre que con los parches de la bici aguantaba bastante bien y casi llegamos a la isla de la emoción.

Los ‘pedalos’ eran otro de los grandes hits de la playa. Un par de veces nos volvíamos locos y alquilábamos dos patinetes y nos íbamos a darle la vuelta a las boyas o como decía mi tía Pilar:

- Venga Joaquín, llévanos a alta mar.

Y allí que nos montábamos todos con viseras, burbujas, flotadores, crema, remos, gafas, y un tubo de plástico donde meter el dinero para pagar al señor del los pedalos que a mí siempre me daba un poco de miedo porque moreno, arrugado y con barba me parecía un pirata. Alguna vez llegamos a darles la vuelta a unos cargueros americanos que atracaban en Benidorm una semana. Decía la leyenda que si llegabas nadando te dejaban subir a visitarlo. No lo pude comprobar porque  la amenaza de “como se ocurra siquiera intentarlo este año no hay Aqualand y no pruebas un frigodedo en tu vida” me cohibía ligeramente.
Fuente Wikipedia


Las noches de Benidorm también eran algo increíble. Por ejemplo: nosotros vimos a los Locomía antes de que fueran famosos. No sé cuantas veces dijimos esta frase en aquellos años. Los Locomía se ponían a mover sus abanicos en un bar del final del paseo cuando todavía no era conocidos pero ya causaban furor allí. Y esto que puede parecer una chorrada, no lo era porque siendo de un pueblo navarro, o incluso de Pamplona, nunca jamás eras el primero que veía nada. NADA. Todo venía de fuera. Normalmente de Francia y si no, de Madrid. Si hasta para ponernos ‘brackets’ pasábamos a Bayona.  Así que chuleábamos de los Locomía en plan: yo ese giro de abanico lo vi hace 3 años. Así era la época pre internet.



Otra cosa que nos hacía sentirnos súper modernas a mi hermana y a mí era el McDonald’s.  Sí, ni paellas exquisitas, ni pescado recién cogido, lo que nos moríamos por comer era un Happy Meal porque lo más parecido en Pamplona a una hamburguesería era un sitio que se llamaba Tutti Pasta. Repito: Tutti Pasta. Nada más que añadir para describirlo. Una noche a lo largo de aquel mes, mis padres nos llevaban y ellos se iban a comer al restaurante de en frente. Nos vigilaban mientras nos sentábamos allí las dos solas, como si fuéramos adultas, mientras peleábamos con el juguete que nos hubiera tocado. Todavía debe andar alguno en casa de mi madre.



Las noches de Benidorm eran lo más extraordinario de las vacaciones, lo que nadie se iba a creer cuando volviéramos a Pamplona. En las aceras del paseo marítimo de la Playa de Levante nos aglutinábamos cientos de familias cotilleando lo que pasaba en el interior de los locales porque pasear y cotillear era gratis y dentro había que pagar. Gogos en tanga que bailaban sobre plataformas imposibles, drag queens llenos de plumas que eran mujeres que eran hombres y nos costaba entenderlo del todo, purpurina y lentejuelas por todos los lados, mimos que bajaban escaleras imaginarias, enormes esculturas hechas de arena, ingleses borrachos, pestañas postizas, María Jesús y su acordeón con Los Pajaritos y la pista de baile a reventar de niños, cantautores, patinadoras que daban flyers a nuestros padres como si nuestros padres salieran de marcha que nos daba risa sólo de pensarlo, relaciones públicas disfrazados de zombies, abuelos bailando pasadobles, Locomía, robots que vendían unas diademas que se iluminaban de noche y de fondo sonaba “Mami qué será lo tiene el negro” sin que nadie si quiera pensara que era racista o sexista porque lo políticamente correcto creo que no se había inventando, al menos no en Benidorm.



Así eran las noches hace 30 años en el paseo de Levante y tampoco ha cambiado tanto. Ahora las familias llevan unas tiras fluorescentes que se ponen en las zapatillas y se iluminan al andar en vez de los collares y se ve mucho helado de yogur con topping de oreos, pero todavía huele a gofre y venden banana split, los ingleses siguen igual de borrachos y rosados y aunque sonaba La Gozadera, María Jesús con su acordeón sigue tocando 'Los pajaritos' cada noche mientras, al lado de las gogos con tanga mínimo y tacones máximos, los abuelos bailan el mismo pasodoble que hace 30 años. Los que ya no estamos somos nosotros, eso es lo triste, que tan felices hemos sido en Benidorm.


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viernes, 8 de abril de 2016

Esto no es una pensión

El tipo que quitó la primera aceituna a una ensalada del menú del avión era Satán o un primo hermano. Ese tipo es el culpable de todo. La semilla que convirtió volar en una tortura aún mayor si cabía. Ese tipo pensó que con esa aceituna podrían ahorrarse unos cuantos dólares, 40.000 al año concretamente. Y esta chorrada se cuenta en miles de clases de administración de empresas como esa idea sencilla que produce un ahorre de costes bestial. Un visionario era el jodido de American Airlines. Ahora, que a esa aceituna primigenia le siguieron los aros de cebolla que pasaron a ser dos y medio, luego ya sólo ponían un tomate cherry por ración, luego medio, pensaron la posibilidad de dar un cuarto de cherry pero dijeron para qué dar ensalada, unos cacahuetes y listo. Y quitaron el agua, las servilletas, y dijeron entonces: la comida que se la paguen ellos, que esto no es una pensión.

Podrían haber parado ahí, pero no, un feliz pensamiento se cruzó por el cerebro de probablemente una mala persona: igual si les quitamos a cada uno un centímetro, nos cabe otro pasajero. Y recordaron al puto héroe de la aceituna, y dijeron: "¿Seré  yo el siguiente en estudiarse en las facultades de LADE de este país? La ilusión que le haría a mi abuela". Pero no se conformaron con porque su abuela era una mujer ambiciosa: "Quizás si en vez de quitar un centímetro quito un asiento directamente. Total la gente, tampoco necesita todo el rato espacio para vivir". Caprichosos. "Y si meto un montón de peña ahí dentro y les hago pagar por las aceitunas, los cacahuetes y las ensaladas, no sólo abarato mis costes si no que monto un bar. ¡Un bar con vistas! Dos negocios en uno. Si ya me decía mi abuela que yo estaba destinado a grandes cosas".

Espacio vital en el avión
Y así fue. A la idea de Satán (mantengamos este apodo cariñoso) se le sumaron distintas variantes: lotería a bordo, tienda a bordo, restaurante a bordo. En breve te podrás hacer las uñas a bordo aunque igual existe ya el servicio. Por las vistas no te cobran pero dadles tiempo a esa pandilla de 'satanitos' con abuelas demasiado motivadoras.

Y aún fueron más allá, casi diría que al robo, porque desarrollaron un sistema de venta en el que pueden vender dos veces la misma cosa a dos personas distintas. Y no es que a la que llegue más tarde al aeropuerto le devuelvan el importe, no. Ellos cobran a las dos personas lo mismo, y si van los dos, uno se jode y se queda en tierra. Es como si pagas en El Corte Inglés por unos vaqueros reservados y cuando llegas te dicen que se los ha llevado otra persona, que "te busques la vida"*.

Yo odio volar. Dicen que tienes las mismas probabilidades de que toque la lotería que de suicidarte cogiendo al azar un vuelo comercial diario. A mí esto no me tranquiliza porque yo siempre que juego a la lotería pienso que me va a tocar y siempre que cojo un avión pienso que se va estrellar. Así que tengo un método para impedirlo. Yo sujeto el avión. Sí, lo sé, los que habéis volado conmigo tenéis mucho que agradecerme. Ni piloto, ni azafatas, ni torres de control, nosotros llegamos porque yo sujeto el avión todo el jodido vuelo. Llego a destino con unas palizas de impresión, porque los aviones pesan, pero cualquiera lo suelta.

Si a alguien que el concepto "a 9 millones de pies sobre el suelo" le desasosiega, le mantienes sin asiento hasta el último momento, le obligas a pasar primero por una gymkana anti explosivos en la que un puto desodorante es una amenaza, lo descalzas, lo cacheas, le asustas con un discurso pre-vuelo en el que por toda salvación le das un chaleco amarillo que tienes que soplar tú misma si la cosa se pone seria (yo desmayada o histérica te digo lo que voy a soplar) bueno pues después de eso, la sientas en el espacio más pequeño en el que cabe, si es que cabe y una voz como de telefonista de radio taxi dice por el altavoz, en vete tú a sabe el idioma porque siempre parece el mismo "disfruten del vuelo", a esa persona sólo le queda sujetar el avión. Y bien fuerte.


A mí, me gusta viajar pero cuando veo un avión desde la calle jamás pienso esa tontería de: a dónde irán, me cambiaría por ellos ahora mismo, qué suerte. Mi concepto de ensoñación no incluye nada que vuele. Yo no. Yo prefiero estar jodida en mitad de un atasco en la M30 que ahí arriba. En realidad siempre que les veo despegar pienso en esa angustia horrible que te sube por el estómago y ese pensamiento fugaz de: con lo joven que soy y todo lo que me queda por hacer y he dejado la casa como una leonera, ya vas a ver mi madre como se pone cuando vaya a por mis cosas.

Puestos a imaginar, yo me cambiaba por la gente que está directamente en una playa en Maldivas, no por esos desgraciados apretujados que van a pagar por una bolsa de 8 cacahuetes 3,10 euros. Sí, 3,10 es el precio más absurdo que he pagado por una bolsa ridícula en la que 8 pobres frutos secos flotaban en montón  de sal. Espera a que haya uno en la fábrica de Cacahuetes S.L que se pregunte eso de: "Si le quitamos una pizca de sal a las bolsas, ¿cuánto creéis que podremos ahorrar?  ¿Y qué pensará mi abuela de mí?"

Satanitos, mira, os voy a dar una idea, a pesar de que estoy agotada porque he tenido que sujetar hoy mismo un Airbus desde Ámsterdam durante dos horas sentada en 30 centímetros cuadrados, el gancho ese para colgar cosas, eso podéis ahorrároslo. En serio, ni el puto bolso de la Barbie cabe ahí. Quizás para enrollar hilo dental tenga algo de utilidad pero a cuánta gente le importa morir con algo entre los dientes ¿eh? Desde luego a mí no.  Y con toda esa pasta que os ahorráis en ganchos podéis comprarle algo bonito a vuestra abuela. Una planta que igual a la mujer si la entretenéis con un buen geranio o un poto le importa un pimiento que paséis a la historia del ahorro de costes mundial.

Y una última sugerencia, al chaleco ese amarillo, ponedle paracaídas. No sé, lo mismo a 9 millones de pies, resulta algo más útil.

De nada.

* Podría parecer un exceso mío pero es una cita textual. La chica del mostrador de Iberia Exprés le ha dicho exactamente esa frase a una compañera esta mañana en el aeropuerto de Amstérdam. Habían vendido 11 plazas dos veces. Tal cual. Y se ha tenido que quedar en tierra. En realidad, la cita textual ha sido: "El que sale a las 7 también esta sobre vendido así que búscate la vida con KLM o algo".

domingo, 21 de febrero de 2016

37 años

Arrepentirse de algo no tiene mucho sentido, sobre todo porque quién sabe si cualquier pequeño cambio te hubiera llevado a ser otra persona, igual peor o más infeliz. No lo  sabes. Pero sería tonto pensar en no cambiar nada de nuestro pasado si pudiéramos. Hacerlo un poco mejor, nada drástico, sólo acompañar a esa intuición que ya tenías con 16 de que no deberías empezar a fumar.  Hoy cumplo 37 años y he repasado año por año mi yo del pasado para decirme un consejo, algo pequeño, algo que no cambiara el curso de las cosas, pero que me hubiera venido bien, que me hubiese calmado, animado o transformado.

1- Duerme más. Tu madre lo agradecerá.
2- Duerme y come algo, chica.
3- En serio, tienes que comer y dormir.
4- En esa clase harás amigas que te durarán toda la vida. Sé simpática y no muerdas a otros niños, ni a los perros… Trata de no morder. Pellizcar tampoco.
5- Come. Y no le pegues a tu hermana, será tu mejor compañera dentro de nada. No puede volar. No te empeñes. Y tú tampoco.
6- No te sueltes de la mano de tu madre en la plaza del Castillo y no te dejes disfrazar de vieja chocha.
7- No te partas los piños en la piscina.
8- Memoriza bien la tabla del 7. La sabrás mal el resto de tu vida.
9- No patines con el traje de comunión. 
10-  Aprende a bailar e intenta afinar algo. Es el momento de hacer el ridículo.
11- Esas no son tus amigas pero llegarán las que te hagan sentirte en casa.
12- No te rías de nadie. No soportarás ser cruel. 
13- No mandes ese papel en clase. Te van a pillar y la que te va a montar tu madre va a ser fina.
14- No vaya a la discoteca Reverendos. Te van a pillar y la que te va a montar tu madre va a ser fina. No te cortes flequillo. Acompaña a tu abuela a la compra cuando ella te lo diga.
15- El pelo rizado te queda mejor. Deja de alisártelo. No discutas tanto con tus padres.
16- Esas son tus amigas.  Disfruta.  No empieces a fumar.
17- No te encorves. No te avergüences de ponerte en biquini. Eso no es tener tripa.
18- Serás periodista. No te agobies con las notas de corte. Disfruta.
19- Nada de lo que te parece tan importante lo será. Y en realidad no te importará nada.
20- Viaja más.  Haz más amigos.
21- Estudia más, bueno, algo.
22- Viaja más. Deja de fumar ya. Vete a estudiar fuera.
23- No pelees, no trates de que Madrid encaje en tu idea y no vayas tanto a Pamplona.
24- Tienes toda la vida para trabajar. Viaja más. Sal más. Lee mucho.
25- Escribe.
26- Entrega las cosas a tiempo. No te infles a comida basura.
27- No te empeñes. Ahorra un poquito.
28- No te sigas empeñando.
29- Todo pasará y será la leche.
30- No discutas con tus padres. 
31- Habla más. Llora más. Grita más. Ríe más. Bebe más.  Habla mucho con él. No te preocupes ni un segundo por tu trabajo. Prioriza. Internet no tiene la cura, no leas más.
32- Habla aún más con él. Todo lo que puedas. Graba videos. Saca fotos.  No te desgastes peleando contra la enfermedad. Aprovecha cada segundo.
33- Llora. A la pena no se le puede meter prisa. Ve más a Pamplona. No regañes a tu madre.  Llora en público también. Llorar no es malo. El dolor tampoco. Hay que pasarlo.
34- Relájate.  Lo que digan en los comentarios en Elmundo.es importa un pimiento. Aprende a posar para las fotos.
35- No te bloquees. Perderás ese pudor. Escribe más. ¡Y no gastes tanto!
36- Al fin podrás dejar de fumar. Lo conseguirás. No aguantes el dolor.
37- No dejes pasar el tiempo. No estés a la espera. Y no te agobies, todo encuentra su sitio.

Claro que yo nunca he sido de seguir consejos... Igual con los 37 me entra el fundamento.