lunes, 22 de agosto de 2016

Yo he sido muy feliz en Benidorm

(Esto no es un post, son unos cinco juntos. Escribo tan poco que me he desbordado.)


A mí, Benidorm me pone triste, y en agosto, más.

No es por el mogollón, ni por la decimoquinta fila (gracias @PalomaAbad) de sombrillas que pillé a día 4 de agosto en la Playa de Poniente. Ni por el pollo reseco que comí, con mucha tardanza y a un precio excesivo, servido por dos camareros que hasta mis primas pequeñas jugando a las cocinitas me sirven con bastante más garbo y jugo un trozo de barro y un café imaginario. Tampoco es por la ingente cantidad de ingleses rosados y tatuados que se mueven en motos estilo obeso mórbido estadounidense. Ni siquiera por ese mar que a hora punta se parece a una piscina china luchando por el record de llenado, y que mece turistas con bañadores, biquinis y triquinis neón en olas de gente con olor a coco.

No es nada de eso lo que me pone triste, no. Yo he sido tan feliz en Benidorm que lloro sólo de pasearme por su jolgorio de riñoneras, chanclas con cuña y menús plastificados algo pegajosos en los que comparten página un banana split, un english breakfast y un mojito. A mí, el puñetero olor a gofre de Manneken Pis y la humedad de la "calle del coño" me hacen llorar de nostalgia. Bueno, y me da un poco de hambre, eso también: nostalgia, hambre, gula y calor. Y un poquito de agorafobia porque esa calle está a reventar siempre, hace 30 años y ahora.

Yo (que os parezco tan sofisticada a estas alturas, lo sé) pasé todos los veranos de mi infancia en Benidorm. Mis abuelos vivían allí en invierno y migraban cual palomas al Norte de mayo a septiembre. Así que los agostos eran nuestros en el apartamento de un decimosegundo piso (gracias Paloma de nuevo) con vistas muy muy laterales al mar. Pero a una niña de Pamplona en los años 80, Benidorm le parecía lo más, y no digo lo puñetero más porque me lee mi madre.

Aquella ciudad abarrotada, caliente, compacta, estirada, húmeda, fosforita, ruidosa y dulzona era mi propia versión del paraíso. Yo que venía de una ciudad pequeña, verde, fría, plana y cerrada no tenía tiempo para disfrutar de todas aquellas maravillas y posibilidades que se me ofrecían entre Levante y Poniente, las dos playas que construyen Benidorm, la ciudad de la borrachera y la familiar.



Las tres primeras maravillas a disfrutar eran: las literas, moqueta y una pared de cristal, tres cosas que tenía el apartamento y que en Pamplona eran de lo más exótico. Daban igual los 45 grados que se alcanzaban en aquel cuarto, que tenía las dimensiones de un camarote de barco, y en el que dormíamos con un abanico debajo de la almohada para los golpes de calor. ¡Qué importaba! Repito: ¡literas! Ahora os parecen una cosa súper normal porque el Ikea ha puesto una en cada casa pero cuando yo era pequeña las literas eran lo más parecido a dormir en un columpio con aquella triple funcionalidad de ser cama, columpio, y trampolín lanza hermanas. Eso sí, en Benidorm había que tener cuidadito al lanzar hermanas porque mis pies pegaban contra la pared de cristal que ocupaba todo el frontal del apartamento a una altura de 12 pisos. Que nosotros pensábamos ingenuos: “Lo bueno de esta altura es que nadie nos va a quitar las vistas”.  Ajá.

En sí misma, aquella desmesurada altura de todo era algo lúdico para mí. Dormir en columpios en vez de en camas, vivir en atracciones tipo ‘La Nube’ en vez de en casas y comer helado, como si en Benidorm la vida no fuera muy en serio. Y no lo era.

Para todo había que coger un ascensor, cuando no eran dos como en el apartamento de mis tías. Nosotros en el 12, los Aguirre en el 10 y con cristaleras de lado a lado y mis tías contra el mar en el 16 con otras 5 plantas más por debajo hasta llegar a la recepción. Entre 15 y 30 apartamentos por planta y ¡moqueta! en los pasillos de un edificio de playa, sí, con arena. Un genio el arquitecto de todo aquello.

Había un mínimo de cinco ascensores por edificio: dos para los pisos pares, dos para los impares y el ascensor que paraba en todos. ¡Y con memoria! Aquello era como yo me imaginaba exactamente el año 2000. No había cosa que más gracia me hiciera que coger uno de los impares y discutir con mi hermana si era mejor parar en el 11 y subir un  piso andando, o parar en el 13 y bajar uno. Con menos tensión se ha llegado a guerras civiles. A esas broncas se sumaban otras tres: coger esquina del ascensor. Sólo las dos del fondo contaban como esquina, las del espejo, que cuando venían mis primos o amigos había autenticas batallas de pellizcos y pisotones para conquistar esas dos esquinas contra el espejo. ¿Por qué? Ni la más remota idea, claro, pero nos dejábamos la piel en aquella pelea y también por ser el dedo que pulsaba el botón. ¡Nos corroía el poder! El tercer gran enfrentamiento era por ducharse en segundo lugar. Mi madre tenía prioridad porque nos hacía la comida y había que esperar de pie hasta que te tocara el turno porque llegábamos mojados y llenos de arena de la playa así que estaba prohibido poner el culo en ninguna superficie. He visto a primos míos de 10 años aducir ciática para ser los segundos en pasar.

Además de los cinco ascensores, las literas, una cristalera del suelo al techo de color naranja donde apoyar la cabeza para ver a la gente como hormigas, una piscina con cinco trampolines y la moqueta, aquella maravilla de apartamento tenía un ingenio único. ¡Algo insuperable! Las basuras se tiraban desde una puertecita que había en cada planta y caían gracias a la fuerza de la gravedad hasta un enorme contenedor que había en la calle. Como lo oís: teníamos un cuartito de las basuras por planta. Y pensaréis, con algo de razón según todas las madres de aquellos edificios: “Pues menuda guarrada debe ser lanzar una bolsa desde un piso 14, por ejemplo, y que vaya rebotando por las paredes de aquel túnel vertical mientras se rompía”. Eso es que no teníais 10 años y os parecía la leche 1) no tener que bajar las bolsas a la calle, 2) exactamente eso, que se rompiera. Ganaba quien conseguía que rebotara más veces. “Más explosión, más diversión” era nuestro lema, era claramente un lema secreto porque como mi madre descubriera nuestro modelo de lanzamiento te digo yo lo que nos iba a durar la diversión.

Aquella maravilla de sistema se cerró bastante rápido junto a las alturas tercera, cuarta y quinta del trampolín de la piscina. Lo de las basuras no fue cosa mía, pero puede que en lo otro si tuviera alguna influencia. Sufrí un corte de digestión después de una tripada infame al tirarme de cabeza del tercero aupada por mis primas mayores que decían en bajito: “Si te tiras tú, luego vamos nosotras”. Liantas... Yo salí ‘rojica’ como una gamba de la leche que me di y las cobardes de ellas bajaron por la escalera. A mi histórica tripada de la que se sigue hablando en mi familia como ejemplo de lo que NO hay que hacer nunca en una piscina ni en la vida en general, se sumó la perfecta habilidad de un niño muy muy gordo al que llamaban Piraña (siendo benevolentes porque aquello eran como tres Pirañas juntos) de tirarse de bomba encima de bañistas varios. El 'jodío' intentaba hacer diana y a veces hacía, no era el niño más ágil que yo haya visto, siendo benevolente de nuevo, pero tenía una puntería corporal de aúpa. Así que los vecinos acordaron clausurar las tres últimas alturas.

El lobby de propietarios era fuerte porque muchas familias se conocían desde hace años. Algún promotor inmobiliario tuvo como objetivo de venta un valle navarro a los pies de Urbasa y en esos edificios estábamos un montón de familias de mi pueblo. Aquellos pasillos enmoquetados olían a vainas ¡en agosto! Era como ir por mi pueblo pero todos metidos en el mismo edificio con moqueta y con sol, que eso en mi pueblo no saben lo qué es, el sol quiero decir. Así que en aquella playa andábamos con los Aguirre, los Etxarri, los nietos de la Edu, los Aldad… Y nosotros que éramos los del mayor de Ascunce.

Todos juntos íbamos al Aqualand, que en Disneylandia no tienen ni idea pero hace 30 años aquello sí era el sitio más feliz de la tierra: la piscina con olas, el kamikaze, tirolinas, el río bravo con corriente, los rápidos, el zigzag, las pistas blandas… Tú mete a un niño de pueblo ahí, uno que sepa nadar claro, y no lo ves en días.  Menos a mi hermana que era feliz en la piscina con bolas. Ahí la encontrabas siempre. Comparad los nombres: piscina de bolas, KA-MI-KA-ZE. Sigo sin entenderlo. Es raro pero era exactamente la posibilidad de estar a puntico de morir lo que me volvía loca. Cuanto más alto mejor, más rápido, más extremo, mejor. Me ponía de puntillas para llegar a las alturas mínimas para saltar de todo. Y para comer al medio día, había un menú infantil que venía en una caja de cartón con forma de casa, nos dejaban pedir refresco en vez de agua y traía un helado. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? ¡Qué!

Tobogán Kamikaze


El segundo sitio más feliz de la tierra en los 80 para mí era el Festilandia en la avenida del Mediterráneo. En Pamplona, las barracas sólo iban por San Fermín, eso eran 9 días al año, así que un lugar que tenía una noria y autos de choque todos los días me parecía un paraíso de diversión sin cortapisas temporales. Yo pensaba: "Si viviera en Benidorm, los martes al salir de clase en vez de ir a clase de bailes regionales a aprender a bailar la porrusalda vendría aquí a montarme en el saltamontes". Que yo muy lista no era porque mis padres nos dejaban montarnos dos días, dos viajes en todas las vacaciones… Ahí, derrochando.

Otra cosa que me encantaba del Festilandia era el tirapichón pero porque mi madre era muy buena disparando palillos. Yo me sentía súper orgullosa. Aunque su puntería fuera en mi contra en el lanzamiento de zapatilla, en el tirapichón mi madre era la reina. Yo la veía y ponía cara de: “Déjenla pasar, es una súper tiradora, si en vez de disparar al palillo quisiera daros a vosotros, menos risitas y codazos os ibais a dar mequetrefes”. Y luego me llevaba mi llavero de bola de billar, un peluche o lo que fuera que consiguiera como si lo hubiéramos robado a punta de pistola, con mucho orgullo.

El tercer sitio más feliz era un centro de recreativos. Había todo tipo de cochecitos con música para montarte de esos que les echabas 25 pesetas y se movían, caballitos, maquinitas, pinball, billares, futbolines, una minibolera y una cosa que a mí me parecía la repera y ya sabéis porqué no digo la puñetera repera. Había una especie de fotomatón con forma de diligencia del oeste americano que se movía al trote de caballos mientras te proyectaban en frente y a la espalda películas del Cinexin y te sacaba cuatro fotos de carnet que salían por un lateral de la máquina. Claro, que en esas fotos nunca salía yo porque, en realidad, a mis padres aquello les parecía carísimo y me decían que, total, yo nunca salía bien en las fotos. Así que esperaba fuera mirando como otros niños disfrutaban de lo que era los primeros pasos de la realidad aumentada y, mientras, pensaba que mi primer sueldo me lo iba a gastar enterito sentada allí dentro viendo sin parar las cuatro posibles películas que se proyectaban de las que solo veía los pies pero de las que todavía soy capaz de tararear las melodías.

Porque a pesar de todo lo que molaba Benidorm el sentido ahorrador de los padres de los 80 lo jodía bastante y reducía nuestras posibilidades de diversión. A pesar de la desbordante oferta,  nosotros nunca llegamos a tomarnos nunca una copa de helado XL con bengalas, sombrillita china y loro con plumas. Más o menos la norma era un polo de palo de 25 pesetas y no todos los días. Lo peor que te podía pasar era que el día que te dejaban comer casi cualquier helado sin tope de precio ni de pirotecnia, que eran dos o tres días en todo el mes, estuviéramos comiendo en algún restaurante que no tuviera ni Frigo ni Miko, nuestros preferidos. Yo recuerdo gritar como una loca en mitad del comedor: “Si son de la Avidesa no cuenta como día de helado”. O peor aún, cuando en el restaurante sólo tenían tarrinas de nata y fresa y aquellos limones y naranjas helados que yo gritaba: “¡Esto no cuenta como helado! ¡Esto es fruta! ¡Yo mañana quiero un frigodedo!”


Yo fui a EGB

Bueno, hubo una vez que vivimos como si fuéramos millonarias. Mis padres estaban tomando algo con una amiga de mis tías abuelas y su marido en una terraza. Mientras ellos charlaban, mi hermana y yo jugábamos con la carta a ordenar los tres primeros que nos comeríamos si nos dejaran barra libre de copas de helado. La duda estaba entre 'Odisea Tropical' o 'Malibu de caramelo' porque los dos primeros puestos eran sin discusión para 'Explosión de fresas' y 'Copa Benidorm Mil chocolates'. Le dimos tanta pena a aquella mujer que allí mismo nos dio el dinero para que nos compráramos uno. Bueno, los reyes magos unos aficionados a lado de aquello. Nos trajeron una copa a cada una que llegaron iluminadas por bengalas, y traían una sombrillita pinchada, un mini abanico de papel, un loro en acordeón y hasta una flor que parecía una flor de verdad pero se podía comer, ¡y sabía a oblea de misa! El mundo estaba del revés en Benidorm. El caso es que, por supuesto, ninguna pudimos siquiera comer la mitad de nuestra copa. Guardamos todos los complementos que no estuvieran pegajosos para tener pruebas de aquel milagro económico en la cuadrilla pero, eso sí, después de aquello, mis padres utilizaron el incidente para no concedernos nunca jamás un capricho bajo la premisa: "Acordaos de la copa helado de Benidorm, que os da el ansia y luego no podéis ni con la mitad, que nos conocemos". Aún y todo, mereció la pena e íbamos contando a los demás niños: "Y las bengalas caían sobre el helado y no se deshacían", mientras ellos nos miraban llenos de admiración.

El sentido ahorrador, que igual les venía a todos del valle de Urbasa, también hizo que nunca nos compraran un inflable, por ejemplo un tiburón, un cocodrilo, ni siquiera una colchoneta o un jodido churro de esos. Nada.

El mínimo de chavales que nos juntábamos era de ocho, cuando no venían primos o agregados varios incluso críos que se nos pegaban en la playa. Podíamos haber amortiguado cualquier juguete de playa con creces. Pues no. Bajábamos al garaje y rebuscábamos en un cajón donde los que hubieran pasado antes que nosotros por el apartamento dejaban los enseres de playa. Normalmente el inventario consistía en palas desparejadas, frisbis rotos, colchonetas pinchadas y cientos de pelotas de tenis que todavía no lo entiendo. Una vez encontramos una barca azul con cuerdas a los lados, algo casi profesional del ocio acuático, pero pinchada también. Entre los padres localizaron los pinchazos, les pusieron parches de las ruedas de la bici y nos lanzamos los ocho al mar como si aquello fuera un yate. 15 minutos duró inflada. Y aún mi padre me dijo:

- Alá, pues ahora jugad con los remos.

Aunque también quedaron confiscados después del segundo remazo en la cara de un bañista al jugar a una novedosa interpretación del tradicional juego de pala con los remos y una pelota de tenis que no gustó mucho entre los adultos.

Alguna extrañísima vez conseguimos una colchoneta de esas rojas por un lado y azul por el otro como de terciopelo cutre que con los parches de la bici aguantaba bastante bien y casi llegamos a la isla de la emoción.

Los ‘pedalos’ eran otro de los grandes hits de la playa. Un par de veces nos volvíamos locos y alquilábamos dos patinetes y nos íbamos a darle la vuelta a las boyas o como decía mi tía Pilar:

- Venga Joaquín, llévanos a alta mar.

Y allí que nos montábamos todos con viseras, burbujas, flotadores, crema, remos, gafas, y un tubo de plástico donde meter el dinero para pagar al señor del los pedalos que a mí siempre me daba un poco de miedo porque moreno, arrugado y con barba me parecía un pirata. Alguna vez llegamos a darles la vuelta a unos cargueros americanos que atracaban en Benidorm una semana. Decía la leyenda que si llegabas nadando te dejaban subir a visitarlo. No lo pude comprobar porque  la amenaza de “como se ocurra siquiera intentarlo este año no hay Aqualand y no pruebas un frigodedo en tu vida” me cohibía ligeramente.
Fuente Wikipedia


Las noches de Benidorm también eran algo increíble. Por ejemplo: nosotros vimos a los Locomía antes de que fueran famosos. No sé cuantas veces dijimos esta frase en aquellos años. Los Locomía se ponían a mover sus abanicos en un bar del final del paseo cuando todavía no era conocidos pero ya causaban furor allí. Y esto que puede parecer una chorrada, no lo era porque siendo de un pueblo navarro, o incluso de Pamplona, nunca jamás eras el primero que veía nada. NADA. Todo venía de fuera. Normalmente de Francia y si no, de Madrid. Si hasta para ponernos ‘brackets’ pasábamos a Bayona.  Así que chuleábamos de los Locomía en plan: yo ese giro de abanico lo vi hace 3 años. Así era la época pre internet.



Otra cosa que nos hacía sentirnos súper modernas a mi hermana y a mí era el McDonald’s.  Sí, ni paellas exquisitas, ni pescado recién cogido, lo que nos moríamos por comer era un Happy Meal porque lo más parecido en Pamplona a una hamburguesería era un sitio que se llamaba Tutti Pasta. Repito: Tutti Pasta. Nada más que añadir para describirlo. Una noche a lo largo de aquel mes, mis padres nos llevaban y ellos se iban a comer al restaurante de en frente. Nos vigilaban mientras nos sentábamos allí las dos solas, como si fuéramos adultas, mientras peleábamos con el juguete que nos hubiera tocado. Todavía debe andar alguno en casa de mi madre.



Las noches de Benidorm eran lo más extraordinario de las vacaciones, lo que nadie se iba a creer cuando volviéramos a Pamplona. En las aceras del paseo marítimo de la Playa de Levante nos aglutinábamos cientos de familias cotilleando lo que pasaba en el interior de los locales porque pasear y cotillear era gratis y dentro había que pagar. Gogos en tanga que bailaban sobre plataformas imposibles, drag queens llenos de plumas que eran mujeres que eran hombres y nos costaba entenderlo del todo, purpurina y lentejuelas por todos los lados, mimos que bajaban escaleras imaginarias, enormes esculturas hechas de arena, ingleses borrachos, pestañas postizas, María Jesús y su acordeón con Los Pajaritos y la pista de baile a reventar de niños, cantautores, patinadoras que daban flyers a nuestros padres como si nuestros padres salieran de marcha que nos daba risa sólo de pensarlo, relaciones públicas disfrazados de zombies, abuelos bailando pasadobles, Locomía, robots que vendían unas diademas que se iluminaban de noche y de fondo sonaba “Mami qué será lo tiene el negro” sin que nadie si quiera pensara que era racista o sexista porque lo políticamente correcto creo que no se había inventando, al menos no en Benidorm.



Así eran las noches hace 30 años en el paseo de Levante y tampoco ha cambiado tanto. Ahora las familias llevan unas tiras fluorescentes que se ponen en las zapatillas y se iluminan al andar en vez de los collares y se ve mucho helado de yogur con topping de oreos, pero todavía huele a gofre y venden banana split, los ingleses siguen igual de borrachos y rosados y aunque sonaba La Gozadera, María Jesús con su acordeón sigue tocando 'Los pajaritos' cada noche mientras, al lado de las gogos con tanga mínimo y tacones máximos, los abuelos bailan el mismo pasodoble que hace 30 años. Los que ya no estamos somos nosotros, eso es lo triste, que tan felices hemos sido en Benidorm.


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